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Cuento de La Apuesta

Cruz

Corría el siglo XIX y las supersticiones todavía atemorizaban a las buenas gentes, así que las pruebas de valentía se demostraban con hechos y acciones relacionadas con el miedo

Un día un grupo de amigos bromeaba sobre la cobardía de uno de ellos. Por mucho que éste intentara defenderse, siempre terminaban con la misma idea. Tanto se cansó de esta burla que pidió a sus amigos una «prueba de fuego» con la que finalizar definitivamente la disputa.

Después de unas deliberaciones, y risas, decidieron que debía ir al cementerio, solo, cuando oscureciera y permanecer allí un rato. Si volvía sano y salvo no volverían a dudar de él. Pero… ya se sabe lo que dicen de los cementerios…

De día todo está tranquilo, se respira paz y sosiego… ¿y de noche?… ¿Quién había estado allí para verlo y contarlo? Y todavía peor… ¿qué pasaba el día de Todos los Santos?… ¿Era verdad que las almas se alzan de sus tumbas?

La apuesta sería en Todos los Santos, cuando hubiera caído la noche.

Juan, nuestro protagonista, se armó de valor. Dejó caer la noche y, junto a sus amigos, tomó la calle Calvario de camino al Cementerio. Al llegar a la pequeña cuesta, las tenues luces de las casas ya no ofrecían protección y, gracias a que conocían perfectamente el terreno, llegaron a la puerta, donde se despidieron. Sus amigos esperarían ahí para comprobar que efectivamente entraba y no escapaba.

Mientras saltaba la verja de hierro y se adentraba en el cementerio sorteando los pequeños montículos de las tumbas, sus amigos desde fuera se burlaban con gritos de espanto y sonidos de fantasmas.

– «¡Uuuuuuuuh!»
– «¡Cuidado con ese muerto que va detrás de tí!»
– «¿Pero qué es eso que tienes en el hombro? ¿Es una mano?»
– «¡Ja, ja, ja!»

Juan sintió que se le helaba la sangre, y no era de extrañar. La noche era muy desapacible. El aire solano te cortaba la cara y en el cielo, las nubes oscuras pasaban rápidamente por delante de la luna. Era una noche espantosa. Una noche de brujas. Así que se cruzó a la bandolera su capa, tragó saliva, y apretó el paso hasta el centro del cementerio. Todavía se oían las burlas de sus amigos desde allí.

De pronto, vino una fuerte ráfaga de aire y notó que algo le tiraba fuertemente de la capa. Presa del pánico, en un acto reflejo, volvió la cabeza al mismo tiempo que la luna se desenmarañaba de las nubes iluminando el cementerio… Sólo le dio tiempo a ver que tras él había una sombra y cayó a plomo contra la tierra.

No había mucha luz, así que no podían ver bien la hora en sus relojes, pero por lo menos había pasado ya una hora desde que Juan desapareció tras los muros. La broma ya estaba bien. Era tiempo suficiente. Pero Juan no respondía a sus gritos. ¿Se habría enfadado y por eso no contestaba o es que les estaba devolviendo la burla? Daba igual, iban a entrar a ver qué pasaba.

Cuando llegaron al centro del cementerio había un bulto negro en el suelo. Era Juan. Su capa estaba enganchada en una de las cruces de hierro y su cara desencajada les anunció el final de la apuesta. Juan estaba muerto… Había muerto de miedo al ver tras de sí su propia sombra.

A mi primo Juan y a Águeda, por no olvidarse de lo mucho que los quiero…

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